Algo que llama la atención en la relación de Jesús con sus discípulos es que en ningún momento les enseña a predicar y a anunciar, sin embargo, sí que les enseña a orar. Jesús ante la pregunta de sus discípulos “Señor, enséñanos a orar” (Lc 11, 1) les enseña a relacionarse con el Padre a través de la oración. Jesús les da la herramienta fundamental para seguirle incluso cuando Él ya no esté. Con la oración, con el diálogo con Dios y la invocación del Espíritu, reciben la fuerza necesaria para salir afuera a predicar, para lograr que no sean sus palabras las que salgan de sus bocas sino las que Él quiere que salgan, para llegar a hacer cosas impensables para ellos.
Por todo ello, la oración debe ser la base de todo cristiano que quiera seguir a Jesús al cien por cien. A continuación te dejamos una serie de actitudes y herramientas que te pueden ayudar en este encuentro con Dios.
a) El silencio
El cristiano, no reza con una preocupación de “utilidad” ni siquiera espiritual, sino con el ánimo pronto a una alabanza desinteresada y gratuita. Hemos de cultivar una actitud importante para poder orar con profundidad: el silencio, sobre todo el silencio interior. Tanto a nivel personal como en grupo, ésta es una cualidad que se necesita para llegar a una auténtica experiencia de oración: saber crear y vivir el silencio interior.
El silencio interior.
Para orar es preciso crear un ambiente interior, un “clima” para escucharse y escuchar a Dios, entrar en contacto interpersonal con Él. Es el silencio interior, la atmósfera necesaria para que la Palabra de Dios resuene en nosotros y para que las palabras que nosotros mismos decimos o cantamos nazcan desde dentro y estén en sintonía con nuestro espíritu.
Pero este silencio interior nos cuesta mucho hoy. No consiste en ‘callar y aguantar’. El silencio no es para soportarlo sino para que nos ayude a disponer mejor toda nuestra persona en la oración. Saber ‘hacer el vacío’ y meditar es un ejercicio que cada vez resulta más difícil. Estamos sumergidos en toda clase de palabras, sensaciones, imágenes, prisas, ruidos, reclamos consumistas y evasivos: ¿será que el hombre de hoy va perdiendo el gusto y la capacidad del silencio y de la soledad? Incluso dentro de nosotros mismos escasea ese ‘gusto’ y esa ‘capacidad’ de silencio y de encuentro con uno mismo. Los recuerdos, los intereses, las preocupaciones, los deseos: todo eso puede matar de raíz la posibilidad de que ‘escuchemos’ de verdad la palabra que se lee, o se canta o nosotros u otros decimos. El ruido exterior es fácil de evitar. Pero el interior es el que más estorba. Las piedras que más molestan para caminar no son las que hay en el camino, sino las que se han metido dentro del zapato…
Pero, sobre todo, la mayor dificultad para lograr el silencio interior es el miedo al silencio. El silencio se convierte en una pesada carga que nos enfrenta a nosotros mismos, y eso… no lo queremos. Nos asusta quedarnos a solas con nosotros mismos, con nuestra debilidad, con nuestra pobre realidad, con lo que realmente somos.
Por eso el silencio interior es un reto que hemos de afrontar ante nosotros mismos, ante nuestra propia honradez personal, para que no nos engañemos. El silencio interior es una ‘zona verde’ vital, es pulmón por donde se airea el espíritu interior de toda persona.
El sabor del silencio.
El silencio exterior es camino para llegar al silencio interior. Pero a veces tan sólo que queda en apariencia y lo que en realidad refleja es ignorancia, aburrimiento, apatía, miedo, huida, aislamiento… El silencio interior ‘sabe’ a presencia, apertura, paz, confianza, paciencia, esperanza, encuentro. No es huida del exterior ni cobardía, sino trampolín que nos sitúa ante una verdadera presencia.
Ya Jesús nos avisó: “Cuando oréis, no digáis muchas palabras, como los paganos, que piensan ser escuchados por su palabrería”. Cuando Pablo nos quiso explicar qué clase de oración nos inspira el Espíritu en lo hondo de nuestro ser, lo resumió en una sola palabra: “ABBA, PADRE” (Gál 4,6). Es una sola palabra, pero es la oración más rica que se puede pronunciar, si resuena en nuestro silencio interior.
El silencio ante Dios implica ‘pobreza de espíritu’. Sabe escuchar en silencio sólo aquél que no tiene de qué vanagloriarse, el que no es autosuficiente y se siente necesitado de Dios, de su Palabra, de su Espíritu. Porque orar es admitir a Dios en nuestra vida, dejar que pase por nuestra realidad, y para eso el mayor estorbo es la falta de sitio, el estar lleno de uno mismo. Sólo el que sabe hacer silencio interior puede escuchar la voz de otro y entablar un diálogo auténtico. Moisés dijo a su pueblo: “Guarda silencio y escucha, Israel; y escucharás la voz del Señor tu Dios” (Deut 27,9).
El silencio en las oraciones comunitarias o en grupo.
Sucede a veces que las celebraciones comunitarias resultan agitadas, llenas de cantos, lecturas, moniciones, explicaciones, contenidos… y tantas veces sobran muchas palabras. Tampoco se trata de irse al lado contrario y estar callados de manera continua. Hay que encontrar el equilibrio entre los contenidos de la oración que hemos de pronunciar o escuchar y el silencio interior que nos ayude a todo ello.
Por eso es importante que en medio de cantos, lecturas, reflexiones y oraciones haya momentos de pausa, de silencio, en los que no se cante nada, nadie diga nada, no haya palabras. Si bien puede ayudarnos el sonido de una música de fondo.
Las pausas y los silencios dentro de una celebración comunitaria contribuyen a que no seamos espectadores mudos (o demasiado habladores) que ‘tragamos’ la oración sin digerirla; el silencio nos ayuda a comprometernos más en la oración, a ponernos en mejor disposición para orar.
b) La sencillez
Muchas veces somos nosotros quienes hacemos de la oración una experiencia llena de dificultades. Pero no puede ser que la oración sea una cosa tan difícil, porque Jesús la pide a todos. Así que debe ser una cosa sencilla, aunque sea con esa ‘difícil facilidad’ que sólo los pequeños y los sencillos saben captar. Ya Jesús daba gracias al Padre porque las cosas del Reino las entienden sólo los pequeños. Los pobres, los ‘anawim’ de Dios, son los que conociendo su propio límite y debilidad se abren a Dios confiadamente, los capaces de admirar, alabar, pedir cada día. No dan grandes explicaciones para orar, sino que con sencillez y naturalidad, sintiéndose hijos, entran en diálogo con Dios. Sólo los pobres saben orar. Es como el que no escribe a sus padres o a un amigo, porque teme que se ría de sus faltas de ortografía. Dios no se reirá y nos entenderá siempre.
El secreto de esta ‘difícil sencillez’ de la oración está en la actitud interior con que oramos. Y esta actitud no puede ser otra que la convicción de que Dios está presente. No importa tanto lo que nosotros somos o sabemos. Lo que fundamentalmente importa es lo que Dios es y hace. Él nos acepta y ama. Ésta es la convicción radical: sabernos amados por Dios, no por nuestros méritos ni por nuestras obras, sino porque Dios quiere.
c) La gratuidad
Buena parte de las dificultades que sentimos ante la oración se deben a que la hemos considerado con preferencia en su aspecto utilitario: un medio para consolarnos, para pedir, para alimentar nuestra religiosidad, para mantenernos en forma espiritual… Siempre ‘un medio para…’.
La sociedad en que vivimos nos ha impregnado, también para lo espiritual, de su sentido de lo útil, lo que sirve, lo que es productivo… Tendemos a medirlo todo bajo ese criterio de contabilidad. Casi podríamos decir de “consumo espiritual”.
Pero la oración no es rentable. No se mide según su productividad, ni siquiera espiritual. La disposición del que reza no debe ser “porque sirve para algo”. A lo mejor tampoco nos produce gran consuelo espiritual, ni podemos medir los “frutos” especiales que de una oración así pueden venirnos.
¿Qué es la gratuidad?
Tener sentido de gratuidad en la oración es:
– Tener capacidad de admirar lo bueno y hermoso que hay a nuestro alrededor, sobre todo lo que Dios ha hecho en la creación, en la historia y en los acontecimientos salvadores de la vida y la muerte de Cristo Jesús.
– Saber alabar, bendecir y dar gracias a Dios sin preocupación por encontrar las palabras adecuadas, ni por resolver demasiados problemas que nos inquieten o uno determinado.
– Tener el ánimo dispuesto a la contemplación serena de las cosas del Espíritu, del Plan de salvación que Dios ha revelado en la historia, meditando su Palabra, saboreándola en el silencio interior del corazón, sumergiéndonos en ese clima gratuito, no utilitario, que es el propio de la verdadera amistad, allí donde podemos disfrutar de las dimensiones más sencillas y profundas de la vida.
Si la oración la “medimos” con el rasero de la utilidad no la llegaremos a saborear nunca: nos falta la disposición de ánimo para poderla disfrutar. Poder “malgastar” media hora, no precisamente para aprender, ni para progresar en catequesis, ni para discutir temas pastorales, ni para hallar una solución a nuestros problemas… sino para cantar, para alabar, bendecir a Dios, para escuchar, sumergirnos y contemplar su Palabra, para dejarnos conquistar por ella y gozarnos en su presencia, alegrándonos también de la compañía de nuestros hermanos: todo eso es el mejor signo de nuestra libertad interior y de la calidad de nuestra fe.
Es verdad que muchas veces en la oración encontramos instrucción y consuelo y luz y fuerza para el camino. Y en ella pedimos a Dios ayuda para nuestros problemas. El mismo Señor nos enseñó a rezar: “Danos hoy nuestro pan de cada día…”. Pero eso no es lo principal y no debe agotar toda nuestra oración.
d) La actitud corporal
La oración no es algo que exclusivamente se da en el interior del hombre. Así como es todo el hombre el que ama, el que siente y el que actúa, desde su unidad integral, lo mismo sucede en la oración. No sólo “tenemos” un cuerpo, sino que “somos” cuerpo. En este sentido, nuestras celebraciones litúrgicas, en general, han perdido progresivamente en expresividad corporal. El ponernos de pie, de rodillas, va siendo algo menospreciado por no saber su significado. Esto empobrece nuestra celebración.
La expresión de las posturas corporales puede ser un factor interesante en la dinámica de una celebración comunitaria. La uniformidad del gesto exterior unifica actitudes internas y contribuye a una corriente de comunicación en el grupo. La postura que nuestro cuerpo adopte en los momentos de la oración y de la liturgia tiene su sentido, influye en la oración. Y en el momento de rezar juntos, por ejemplo, es bueno llegar a una uniformidad de posturas corporales en los momentos más importantes y significativos de la celebración: es un signo de comunidad y unidad de la asamblea.
e) Frecuencia de la oración.
Nuestra pregunta por la frecuencia de la oración (¿cuándo tenemos que orar?) recibe en el Nuevo Testamento la siguiente respuesta: “orad incesantemente” (1Tes 5,17; Ef 6,18; Lc 21,36). Tal mandamiento es difícil de cumplir. Por eso, estas palabras son entendidas como una recomendación que se refiere a la oración “en nuestro espíritu”. Pero conviene comprenderlas bien. “Orad siempre” se refiere a la actitud. El cristiano, para serlo de verdad, necesita vivir en actitud orante y esta actitud es una disposición permanente. La actitud orante origina una determinada posición de la persona que afecta a esa raíz misma del ser personal que se refleja en la conciencia, las decisiones fundamentales, la orientación de la vida. Orar significa vivir o ser de una determinada manera. Una actitud así no puede ser intermitente.
Habrá que orar tanto y con tanta frecuencia como sea necesario para que hagamos realidad la permanente actitud de oración. Es posible que la medida concreta de la frecuencia sea diferente para cada uno e incluso varíe en las distintas etapas de la vida de oración de cada persona. Pero tal vez existen principios generales que ayudan a cada persona a encontrar el ritmo de oración que necesita.
Parece difícil que la presencia de Dios pueda acompañar el conjunto de nuestra vida sin que unos actos concretos nos permitan reconocerla cada día. Naturalmente las condiciones no siempre ideales que la sociedad impone a nuestra vida condicionarán las formas concretar de nuestra oración diaria.
La experiencia de muchos cristianos muestra que no resulta positivo para la vida de oración suprimir, por la escasez de tiempo, el ritmo diario de algún rato de oración pretendiendo compensarlo con momentos más largos semanales o mensuales.
La falta de ejercicio diario de esa actitud lleva a la atrofia de las dificultades y a una mayor dificultad de los actos. En cambio, la fidelidad a unos actos diarios de oración, aunque sean breves, mantiene viva la atención a la presencia de Dios y lleva a la búsqueda de encuentros más amplios cuando las circunstancias lo permitan: fines de semana, tiempo de vacaciones…